Recuerdo
aquella noche de San Juan en la taberna de mi abuelo,
cuando yo contaba con menos de siete años.
Gustavo me arrastró
con una mano rápida y áspera acurrucándome a sus rodillas en
cuclillas, y con la otra mano, tomó por escudo una mesa llena de
cartas de partida de truco, que volaron endiabladas por el aire entre
humo de cigarrillos.
-No
te muevas rapaz, y esconde la cabeza hasta que estos dos locos
terminen de matarse. –me advirtió asustado Gustavo-
Restallaban
los cristales de vasos y botellas como ráfagas de metralleta, que
fustigaban sobre nuestra mesa escudera, todo acompañado de gritos y
blasfemias: “Hijo de puta, mal parido, te voy a matar y cortar la
polla…”
La
película gringa de vaqueros que recién acababa de ver, era un
cuento de hadas comparada con la violenta secuencia de dimensiones
reales en aquellos años sesenta, en una taberna de un pueblo
pequeño, donde todos se conocen, donde las miradas, más que mil
palabras insultantes, pueden desenfrenar al diablo y los cuernos del
odio vecinal.
En
medio de tantos forzudos que trataban desesperadamente sin fortuna de
separar al cornudo y al follador de su mujer, endiablados de saliva
infernal, -como para lavarles la boca con jabón-, mi madre me
indagaba a gritos esquivando botellas, vasos y cristales que
planeaban como petardos en la fiesta de San Juan.
-!Meu
fillo, meu fillo, meu filliño, que che van a matar!
Aquellos
diez minutos de combate demoraron más que una pelea entre vaqueros
de la serie “Bonanza”, sin salsa de tomate, con sangre real que
el cornudo vecino chorreaba por su cabeza, a raiz de un
botellazo que le propinó su contrincante.
-Además
de cornudo, mal herido, mejor dejase seguir disfrutando a su mujer y
al amante, así “la sangre no llegaría al río.
–Comentó
un vecino cuando la reyerta terminó-
Aquella
noche fue propicia para un encuentro entre ángeles y demonios, se
unió el vino, el coñac y los cubalibres para sentirse profesionales
bailarines los que menos machos se creían, además, hubo fútbol,
clásico mundial, había jugado Real Madrid – Barcelona, y derrota
de los catalanes, que causó el resentido dolor por el amplio
resultado, resultó saltar chispas alcohólicas y deshonestas por la
boca de varios “papanatas” perdedores y ganadores.
La
dinamita por algún motivo o precedente tenía que estallar, la mecha
del alcohol llevaba horas encendida para los republicanos, los
franquitas, los futboleros o algún furioso, ansiosos por defenderse
de sus indefensas.
Mi
abuelo había construido una muralla de mostrador difícil de
derrumbar, con ladrillo duro y cemento, recubierto de una formica
color granate oscuro,
de la época, dura como el acero, propicia
por casualidad y en ocasiones para aquellos sangrientos
acontecimientos malparidos.
En
una esquina de la parte inferior del mostrador, donde los clientes se
apoyaban, quedó grabada meses atrás y para siempre, la marca de mi
primo Yoni, que con su estatura de cerca de dos metros y ciento
cuarenta
kilos de peso, se exhibía en solitario matando cerdos
de doscientos kilos, muertos ya de miedo al ver a mi primo.
Explicándole
Yoni a mi padre -con algunas palabras chapurreadas en inglés,
adquiridas en la “universidad de barcos mercantes”- como Muhammad
Ali
le había propinado un gancho a Foreman en aquel famoso
combate de boxeo, fundió sin cálculo preciso sus nudillos de la
mano de ogro en una esquina inferior de la fortaleza de mostrador.
El
púgil superpeso terminó con la fractura de varias falanges de los
dedos de una mano y varios puntos de sutura, dejando un hueco para
siempre en el mostrador, y que mi padre bautizó con “el sello de
Yoni”.
Pero
la suerte estaba a mi favor aquella noche: Gustavo, la mesa escudera
que detenía las balas acristaladas, faltaba solo el último milagro
para salir ileso de aquella guerra tabernera.
Elevando
mi cabeza, con el intento de disolver el humo de mi curiosidad, y
encontrar una vía de escape para salir de aquel infierno y
encontrarme con mi madre, veo de repente alucinado aparecer a mi
salvador:
Yoni
era mi superhéroe preferido cuando era niño, muy por encima del
Jabato y el capitán Trueno. Un vecino le etiquetó ese nombre por su
acento gringo acentuado en las palabras gallegas, después de haber
regresado de su primer viaje en barco por las Américas.
Tanto
fue mi admiración por mi superhéroe, que bauticé a mi primer perro
con el nombre de “Yoni”.
Después
de haber devorado una suculenta “cayosada”, su sombra de ogro
apareció por la puerta buscando armonía y digestión en el fondo de
unos cubalibres. Agarró al follador por la nuca y lo lanzó por los
aires hasta el aparcadero, como si fuese un gato volador enrabiado y
expulsado por una ventana de una casa ajena, como si yo lanzase un
peluche de trapo de cien gramos.
-Verás
primo: -dijo Yoni al cornudo malerido- yo, que anduve muchos
años por el mundo adelante, presencié casos y escuché historias
increíbles que no te imaginas, y con esa experiencia de la que yo me
caracterizo, llegué a la conclusión de que si no quieres perder a
tu mujer, existen tres alternativas para zanjar este marrón: mejor
arrancarte los ojos para que no veas, el corazón para que no
sientas, o cortarle el trabuco de polla a tu contrincante para que te
la transplanten a tí.
Y matarlo no podemos, nos llevarían
presos.
La
palabra preso indagó repentinamente tres golpes secos en la puerta,
que supuso el otro imprevisto de la noche sangrienta de brujas en el
dia de San Juan:
-¡La
guardia civil, abran la puerta!
Yoni,
que se había quedado para recibir los honores de superhéroe y
embuchar su primer cubalibre, que absorbió de un sorbo, propalando
un estruendo animal, como en la garganta de un caballo sediento, le
sugirió “sacando pecho” a mi viejo, su intervención de portavoz
ante la benemérita.
-Mejor
hablaré yo Yoni, -dijo mi abuelo pausadamente y muy
sereno-.i>
Vienen de mala ostia por hacer que trabajan un
domingo de San Juan. Estoy seguro que todo lo que yo se, que no se
nada, dejará inmunes de presidio a los implicados, y el pago de los
destrozos de mi taberna, se
saldará cuando el follador y el
cornudo sellen la paz.
Con
toda su parcimonia, mi abuelo trasladó de izquierda a derecha cuatro
pistillos antirrobos artesanos de la época, y abrió la puerta.
Entraron
aquellos cuatro bigotudos “escarabajos verdes”, tricorniados casi
cubriendo sus ojos, sus fusiles colgando como si fuese estallar
nuestra segunda guerra civil. Me dieron más pánico que hablarme del
“hombre del
saco” o la “santa compaña”, y me agarré a
una pierna de mi superhéroe como un náufrago a un tronco flotando
en el oleaje del mar.
Yoni
me subió a sus brazos y me susurró en voz baja: “tranquilo
primiño, estos son otros “pallas malladas” , se irán como han
venido, verás como tu abuelo saca un as de la manga.
-¿Que
es lo que ha pasado aquí y quienes son los responsables? –preguntó
con voz enérgica y dictadora el sargento-
Mi
abuela y mis padres respondieron con la mirada hacia el techo,
silbando la melodía de una canción llamada “yo no se nada”.
Mi
abuelo, con un carácter diplomático y apacible, observó fijamente
mirando a los ojos al “chuletas” del sargento tricorniado con
cabeza de cerilla y bigote de estropajo, al que le respondió con
otra pregunta:
¿Sabe
vd. que dijo Noé cuando subió a su arca, señor sargento?
Mi
abuelo conocía corruptiblemente aquel sargento, que se dedicaba a la
extorsión y contrabando de cualquier producto ilegal, principalmente
el
tabaco rubio que decomisaba, revendido sobornadamente a los
taberneros de la zona.
-No
es hora de sermones eclesiásticos, el cura no ha llamado a su puerta
para charlar sobre la biblia, pero me gustaría saber lo que dijo
Noé, señor tabernero.
-contestó el argento con
sonrisa cínica de torturador, al mismo tiempo que afilaba su gran
mostacho con los dedos-.
-Noé
dijo: “estoy rodeado de animales”.
–respondió mi abuelo-
Lino Saborido