El padre de mi mejor amigo, durante el bachillerato, era ferretero, pero a su hijo le parecía poca cosa y un día, en secreto, me dijo que la ferretería era una tapadera.
—En realidad —añadió—, es agente de la Interpol.
Yo me asomaba a veces al establecimiento y siempre lo veía allí, contando tuercas y tornillos, o despachando bombillas de 40 vatios, y me preguntaba de dónde sacaba el hombre tiempo para interpolar, aunque quizá lo hacía los domingos, durante los cuales, en aquella época al menos, sólo trabajaban los espías.
Pasado el tiempo, ya de adultos, mi amigo y yo estábamos comiendo un día juntos, cuando le recordé aquella mentira adolescente.
Al principio nos reímos mucho, pero luego él se puso serio y me confesó que aquel padre irreal, el agente de la Interpol, había sido más importante en su vida que el verdadero.
—¿Qué quieres decir? —pregunté.
—Exactamente lo que oyes. Ya sé que mi padre, objetivamente hablando, no fue más que un humilde tendero de barrio, pero ese padre apenas ha influido en mi educación.
El que de verdad me hizo fue el imaginario. Él me dio los mejores consejos y orientó mi vida de tal modo que sin su existencia yo habría sido diferente. No sé si mejor o peor, pero diferente.
Me gustó aquella confesión, pues siempre he mantenido que las cosas irreales han determinado nuestras vidas mucho más que las reales. Mi amigo era un ejemplo vivo.
Le animé a que continuara hablando de la relación real con un ser inexistente y mi amigo me contó que aquel padre hipotético le había prohibido fumar, mientras que el de verdad le ofreció un cigarrillo al cumplir los dieciocho años.
—Imagínate —añadió—, si llego a hacer caso al ferretero, ahora sería un fumador empedernido. ¿Recuerdas la época en que me dio por practicar deporte?
—Claro.
—Pues fue gracias al padre falso también. Me aseguró que el deporte era lo mejor para evitar malos rollos, y tenía razón.
Continuamos hablando del asunto mientras nos servían el café y entonces me confesó que un día, encontrándose al borde de la muerte el padre real, mi amigo se acercó a él y le dijo:
—Papá, tú no has sido para mí un simple ferretero. Quiero que sepas que fuiste un agente de la Interpol.
—¿Un agente de qué? —preguntó el padre con un pie en el más allá.
—De la Interpol. Una especie de espía. Un policía internacional encargado de velar por el orden mundial.
Por lo visto, su padre se quedó mirándolo unos segundos, con rostro pensativo, y finalmente dijo:
—Pues algo había notado yo.
O sea, que no sabemos.
LSR.