Para él no había nada mejor que la cena de Navidad, la excusa para cocinar con todo tipo de ingredientes, herramientas y cacharros. Siempre nos sorprendía con recetas exóticas aprendidas en sus múltiples viajes.
Con la comida aún en el horno, escuchó gritos y lamentos en casa de sus vecinos. Avisó a su mujer, le cedió el delantal y salió sin saber no regresaría hasta el día siguiente.
Fue el pequeño Moussa quien le explicó que la familia quería visitar a sus abuelos, a los que aún no conocía, pero el coche papá estaba muerto y sus vuelos a Dakar perdidos. Él no lo pensó, sacó las llaves del bolsillo y cogió una de las maletas. Lo siguieron como en un sueño hasta el garaje, arrastrando sus valijas sin saber que decir.
Mientras conducía camino del aeropuerto les contó como, de joven, se estrelló contra una roca en el desierto de Namibia. En plena noche, en medio de la nada, magullado, ensangrentado, sucio, sin dinero ni agua, se internó en la oscuridad alejándose del todoterreno en llamas. Seguía vivo gracias a un pastor que divisó el fuego en la lejanía. Lo encontró deambulando, más muerto que vivo, y lo transportó en su destartalada camioneta hasta un hotel de cuento, una lujosa fortaleza de altos y gruesos muros que custodiaba un perdido oasis paradisíaco. El director, aún sabiendo que no le tenía ni un dólar, se hizo cargo. Una vez repuesto, el propio gerente lo trasladó a Windhoek en avioneta.
―¿Por que me ayuda? ―preguntó a su benefactor al despedirse.
―Seguro que, si me pasase lo mismo en su país, usted también me auxiliaría.
Amancio Pampín
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