miércoles, 16 de noviembre de 2022

LOBO

 Al caer la noche las torres del castillo se imponían oscuras contra la blanca luz de la luna llena. El silencio, sólo roto por el ulular de alguna lechuza, se colaba entre las retorcidas ramas de los árboles, pelados por el invierno y desprovistos del rojo del otoño y del verde de la primavera. 

El aullido de un lobo desgarró cruelmente la quietud nocturna. Estaban de cacería y no tardarían en llegar. Él sabía que no tenía mucho tiempo así que tragó saliva sintiendo cómo su garganta protestaba de dolor por la avanzada infección que se reproducía desmesurada en su interior. Dejó escapar un quejido ahogado y avanzó pesadamente hacia la imponente construcción, necesitaba llegar, necesitaba verla... 

El líder de la manada ensanchó las aletas de la nariz al encontrar al fin el rastro de su ansiada presa y echó a correr implacablemente en dirección a ella, seguido por sus sublevados en una maraña de odio puro. 

Débil. Estaba muy débil. Cada respiración se sentía como si le arrancasen a trozos sus pulmones y la sangre coagulada se acumulaba en su boca. Siguió caminando. El simple esfuerzo de levantar un pie para apoyar su peso en él a cada paso resultaba verdaderamente extenuante y la cabeza le daba vueltas; lo que no era nada extraño teniendo en cuenta el estado febril en el que se encontraba. Un poco más, sólo tenía que caminar un poco más y llegaría... Volvería con ella. 

Corrían. Movidos por el hambre y la sed de sangre sus fuertes patas dibujaban agresivas huellas en la nieve valle abajo. 

Sólo un poco más, un poco más... Hecho. Lo había logrado. Llegó a una de las puertas laterales que daban al castillo y debido al cansancio le fallaron las piernas y cayó de rodillas frente a ella. El dolor se extendió desde sus extremidades inferiores por toda su columna vertebral hasta su cráneo y lo sacudió con violencia, mientras las lágrimas acudían a su rostro, escupió tiñendo la blanca nieve del negro de la sangre de un condenado. Había pasado por tanto para llegar allí... Se miró las manos, insensibles y temblorosas, pálidas y con la punta de los dedos azuladas. Vio las marcas plateadas de las viejas cicatrices en su demacrada piel y empleó todas sus energías restantes en estirar las manos hacia la puerta... 

Tarde. El cánido más adelantado se abalanzó sobre él hundiendo sus colmillos en su antebrazo, manchando su hocico gris de aquel característico líquido carmesí mientras se oía el morboso crujido de los huesos al quebrarse. Intentó gritar de dolor, pero de su garganta lo único que salió fue un jadeo quejumbroso, quedando de único testigo de su sufrimiento su crispada expresión de súplica. Los demás lobos no tardaron en abalanzarse sobre su presa una vez que el primero lo hubo atacado previamente. Entre gruñidos de satisfacción, los cánidos le arrebataban la vida a aquel hombre disfrutando enloquecidos del resultado al ver cómo había quedado el maltrecho cuerpo. Destrozado y abierto en canal en un charco de sabroso, exquisito líquido carmesí. 


Iria Martínez


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