lunes, 11 de abril de 2022

MI LLEGADA A NUEVA YORK


Cuando llegué al aeropuerto JFK de Nueva York, estaba exhausto y sudoroso, y en aquella época, un año después del atentado a las torres gemelas, te miraban hasta el trasero y lo que podrías llevar dentro de él.

Para colmo me venía a recoger un árabe llamado Moby, chofer de un paisano mío de la infancia que llevaba establecido en New Jersey veinticinco años, desertor de mi tierra (o desertor del arado, como describe mi amigo Jaime Fernández), en tiempo de crisis en busca del “sueño americano” o “sueño regresando”, como yo le llamaría posteriormente.

Le supliqué con insistencia a mi paisano que el árabe no llevase turbante, no fuese que a mí me vinculasen con Osama Bin Laden, pues de estos yankis no

sabes lo que te puedes esperar, veía demasiadas películas yankis, y de todo hacen un drama fantasmal.

Pero el verdadero drama comenzó cuando me detectaron sudoroso, y de nada serviría explicarles que padezco hiperdrosis, que sudo hasta con el frío, pues seguramente provengo de generaciones descendientes de vikingos o esquimales.

Aquel “gorila” rubio de dos metros con voz de Clint Eastwood y barriga de John Wayne, ni siquiera interpretó con gracia mi excusada broma sobre los vikingos, hasta ni creo que supiese donde quedaba Europa.

Me abrió la maleta, lenta y sospechosamente como un agente de alguna serie

policíaca gringa, apuntándome a mi cara con un ojo y con el otro visualizando mis botas camperas del número cuarenta y siete, y que no relacionaba conmigo; comprobó hasta la pasta de dientes que derramó en sus guantes clínicos y olió mis calzoncillos como un perro de presa.

Hasta la maleta se encogió del susto, y mis pertenencias ya no encajaban debidamente en ella.

Un kilómetro de fila de gente para llegar a la ventanilla de inmigración, aunque al llegar allí no pasé tantos apuros, la puertorriqueña “multitilingue”

de oficio me atendió sonriente con un idioma entremezclado de inglés y español, que más bien parecía chino mandarín:

-“Que disflute de una felis estansia en nuegtlo país señol”

El final de cruzar el charco fue feliz, el árabe, con barba y sin turbante, me esperaba con mi nombre escrito en un cartel que medía casi un metro.

Muy preciso y de buena caligrafía el gran amigo de Pakistán, aunque la vocal “i” que compone mi nombre, la sustituyó por una “e”.

Nos desplazamos –creo yo- libres de sospechas en una furgoneta color vino y cristales ahumados, hacia el centro de Nueva York, y durante todo el trayecto, con voz entrecortada de talibán, el árabe no paraba de hablar, y yo,

por el temor de meter la pata, solamente le respondía, incluido a sus preguntas: yes oh yes, yes ho yes.

No creía oportuno interrumpir su entusiasmo de guía bondadoso enlazando mi pobre francés, poco de inglés con castellano y gallego, para defraudar aquel hombre que no cesaba de hablar y gesticular con sus manos mientras

conducía, con el afán eficiente de señalarme el grandioso paisaje de luces sobre la noche,  aquellos castillos de acero y hormigón que ocultaban las estrellas.

Aún perplejo de la panorámica desde el famoso puente de Brooklin, contemplando millones de luces sobre la inédita cosmopolita ciudad de

Nueva York, Moby realizó una maniobra sospechosa de parqueo en un aparcamiento de Macdonals.

-Por favor, espere cinco minutos, -advirtió el musulmán señalando al mismo tiempo con sus manos la señal de rezo.

En un principio creí placenteramente que iba probar por primera vez una famosa hamburguesa “made in Nueva York”, sin embargo mi imaginario placer “me salió por la culata”.

Moby se trasladó por el medio de los asientos delanteros de la furgoneta hasta llegar a la parte trasera de carga, desenvolvió una alfombra, y cuidadosamente, con una maniobra eficiente y espiritual, la extendió en el

suelo. Seguidamente se arrodilló bajando al mismo tiempo su cabeza y procedió al rezo habitual que su religión musulmán le dictamina.

Si mi aterrizaje en tierra gringa ocurriese cuando era un niño, esperaría encontrar vaqueros y pistoleros montados a caballo conduciendo miles de reses, y al fondo de las montañas, sobre valles inmensos, las tribus indias.

Demasiadas películas de vaqueros he visto de chiquito con mi padre para recordarlas con exactitud.

Pero ya no soy aquel niño, sabía al tipo de reses, vaqueros, indios y

montañas a las que me iba a enfrentar en este siglo veintiuno.




                                                                    Lino Saborido Rial


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