La nieve caía lentamente en ese silencio que
siempre acompaña al maná blanco y al mismo tiempo cambiando la fisonomía de
toda la ciudad. No se veían ya ni los bancos del jardín, todo se confundía, ya
no era posible distinguir entre el asfalto de la calle y la acera de adoquín,
todo era blanco, ni la gente se paraba a respetar el semáforo para cruzar la
calle, pues el tráfico estaba prácticamente detenido. Los pocos peatones que se
atrevían a salir a la calle lo hacían con prisa, para retirarse lo antes
posible a su hogar o a cualquier lugar donde guarecerse de la intemperie.
Era mi primer invierno en Heidelberg, la ciudad de
la cultura, pequeña pero muy acogedora y allí estaba yo, recién llegado, sin
conocer su idioma ni sus costumbres, ni vecinos, nada de nada, todo era nuevo
para mí. Después de varios días nevando y la ciudad paralizada por la
inclemencia, comenzaron las quitanieves a limpiar las aceras, pues hasta aquel
entonces solo limpiaban las grandes avenidas y no daban abasto. Por mi parte,
ni siquiera acertaba a encontrar la tienda de alimentación para hacer la
compra, y el cuarto o quinto día de haber comenzado la nieve llamaron al
timbre, “¿qué hago?” “¿abro a un desconocido a las cinco de la tarde y noche
cerrada?” Después de pensarlo un momento
me decido a abrir y allí estaba la vecina del primero (eso lo supe más tarde).Me
traía agua, pan, limonada y unas salchichas, ni siquiera sabía darle las
gracias cosa que hice en el idioma universal: por señas.
Aquellos meses de invierno me sirvieron para
adaptarme al clima del país, hoy lo pienso y me pregunto cómo fui capaz, con diecinueve
años, de llegar a Alemania, viajar en tren, hacer trasbordos en Paris de unas
estaciones a otras, incluido el metro y nunca me sentí en apuros, con miedo a
perderme o subirme al tren equivocado, ¿será que la juventud es muy atrevida?
Continuará...
Miguel
Alberto,2022
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