Aquel día “llovió demasiado sobre mojado”, excesiva pena para llevar arrastrada el resto de mi vida.
Me marchaba traumatizado por el plantón navideño de mis hermanos y por la nostalgia que infundía la incertidumbre de que podrían pasar nuevamente muchos años sin volver a ver a mis hijas; y para rematar la despedida, la carta que descubrí por casualidad mientras buscaba un pañuelo en el armario, escrita por mi madre y dirigida a mi padre varios años después de que este falleciese:
“Querido esposo:
Ayer me desperté muy temprano, y el frío de noviembre y la vieja soledad, que no perdonan ni un domingo, comenzaron a tratarme como su mayor enemigo.
Hace muchos años que no distingo dentro de casa un lunes de un domingo, porque para mí, todos los días son lo mismo.
Cuando descendía hasta la cocina, me detuve en el descanso de las primeras escaleras contemplando la huerta a través de la ventana. Hace años, tú, tus padres y nuestros hijos, hacíais lo mismo allí detenidos por un instante, observando la huerta y el paisaje montañoso, después de levantarse de cama.
Aunque la desértica huerta ya no es la misma -excepto su dimensión-, ni desprende el aroma de aquellos frutales, abrí la ventana, cerré los ojos y respiré profundamente soñando despierta.
Por unos minutos, el aire de otros tiempos con olor a rosas, fresas, manzanas y otros frutos, se enzarzó en mis entrañas, mezclado con el bullicio de nuestros hijos cuando eran pequeños, colgados en mi vestido estampado de flores verdes, y suplicando como polluelos: leche y cola-cao con galletas.
Y tú, como de costumbre, berreando en la cocina: “En pie de guerra, día de escuela”
Quizás a mucha gente, los buenos recuerdos y los olores les consuelan. Pues a mí, todo lo contrario: me llevan años matando.
En medio de aquel recuerdo y los agradables olores que matan, mi vecina me estaba llamando a la puerta para que le acompañase a la iglesia. Después de la misa, accedí hasta el cementerio, observé más de cincuenta sepulturas que envuelven desde hace menos de diez años a familiares y vecinos, proseguí sobre el interminable camino de los muertos, te dejé unas rosas rojas, observé tristemente tu fotografía funeraria deteriorada con el tiempo, y le rogué a dios, con pecado mortal, que en mi próxima visita al campo santo, me concediese descansar eternamente contigo y tus padres; aunque antes, desearía ver juntos y reconciliados a nuestros hijos.
Posiblemente le he fallado a mucha gente en esta vida, pero mi única universidad fue aprender a ser una buena esposa y a criar a mis hijos con todo el amor del mundo, como las circunstancias me lo han permitido. Hice todo lo que mejor que pude dado mi entendimiento.
El mundo y la gente cambia tanto, que cada década nos es necesario pasar por una escuela familiar para asumir los malos entendidos y mejorar nuestras relaciones.
Mi juventud pasó volando tan corta como ha sido, nuestro matrimonio más de lo mismo, y la mitad de mi edad se ha consumido desde que tú te has ido, de buenos recuerdos que no puedo olvidar, pero cubiertos de una gran amargura de soledad, que ya nadie la puede endulzar.
Nos veremos pronto. Tu esposa que te quiere".
Lino Saborido Rial.

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