Esa fue la tierra que apechugó mi efigie infantil, la que me vio crecer recorriendo radiante los caminos que bordeaban las huertas y las plantaciones de maíz, rodeadas por la fragancia de los verdes matorrales y la espesa bruma del rio, aquel rio de agua cristalina que bañaba cualquier ingenua desnudez sin juzgarla, que amamantaba sus truchas hasta el día de la muerte.
Aparentes de un hechizo premeditado, contemplo las fuentes ahogadas en la penumbra por sus propios recuerdos, y la presencia visible del esqueleto que queda de los frutales y viñedos, como devorados por un ejército de termitas, me transmite una profunda nostalgia, y las voces muertas que no callan, interrumpen mis pasos sobre el camino empedrado que me conduce a una puerta hacia el pasado.
Espinos y ramas muertas invaden el sendero, sendero que también se queja de la constante invasión, de extraños que invaden su esencia que un día transportaba nuestras historias de la infancia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario