Les quedaron muchas cosas pendientes: envejecer juntos, reírse, viajar, enfadarse, pasar tardes enteras uno al lado del otro en silencio, salir a cenar, juntos, con amigos y… bailar, lo que más les gustaba.
Él quiso que ese último baile, el que se quedó pendiente después de que a ella la asesinara un chaval de sólo 16 años, lo bailaran ante los ojos de todos los demás.
Quiso dedicarle ese último gesto a la mujer de su vida, a Agnes, profesora de español en un instituto de San Juan de Luz (Francia) .
La imagen de él bailando solo frente a su féretro se ha convertido en una de las imágenes de la semana.
Con su abrigo negro desabrochado, los brazos abiertos y danzando con ella, sin que la veamos, pero sintiéndola.
Sus amigos enseguida se unen a ese gesto tan hermoso, tan doloroso, tan lleno de amor.
Lo hacen en las escalinatas de la Iglesia donde se ha celebrado el funeral, frente al féretro en el que hay una foto de ella sonriente, observando ese último baile.
Y con ese gesto, con esa danza, con ese adiós tan delicado, borran el dolor de una muerte injusta, llena de odio, llena de dolor y, desde luego, demasiado prematura.
No hay gritos de asesino, no hay gestos de desahogo que, quizás, es lo que nos pediría a más de uno viendo el féretro de una mujer joven, a la que un chico ha decidido arrebatarle la vida. Agnes tenía 52 años. No los hay porque aquí la cultura, el silencio, el respeto, se impone a todo lo demás.
Lino Saborido
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