Abro mi baúl de los recuerdos y contemplo mi corazón tierno e inocente que se deterioró con el tiempo.
Atrás y muy lejana ha quedado la vida en blanco y negro, de antiguo jabón y perfume, de la que solo hoy perduran los recuerdos de su aroma, de tabaco rubio auténtico y juguetitos que mis tíos traían de los barcos mercantes, del
bullicio de las fiestas familiares, de café, rosquillas y aguardiente, de las
verbenas de los pueblos en las noches de verano.
Aún más lejos oigo la música pop de los sesenta y setenta bajo la parra, con uvas verdes de aquel verano caluroso.
Aquella canción con una letra simple pero que te tentaba a mover el esqueleto e incitaba a lo desconocido. 
Las niñas pasaban sonrojadas con pasito de muñequitas eléctricas, sus vestiditos florecientes multicolor, y alguna que otra minifalda inocente, azul o a cuadros que incitaba a la primera puerta del amor puro.
El primer amor es que no olvidas, el que más recuerdas, tenga la edad que tenga, quizás por la imaginación, quizás por su entrañable inocencia, o porque el tiempo nos hace sabios y apreciamos lo mejor con el deseo de volver a ser niños.
Solo teníamos ocho o diez añitos, inocentes al tacto, entusiasmados al amor
desconocido de la respiración infantil, intentando descubrir lo que los mayores habían descubierto.
Sería fantástico volver al espíritu extraordinario y entusiasmado de los
manantiales de la infancia, quedarnos cien años en aquella inocente edad, no crecer, no descubrir nada más, aquello era la gloria consolidada y suficiente de un paraíso imaginario en el mundo de los niños.
Jugábamos al príncipe y la princesa, montados en caballitos como escoba,
bigotes de carbón, pelucas de las plantas del maíz, y rojas cerezas de pendientes para la princesita.
Todo cambia nada más creces y obtienes “sentido común” para obsesionarte por ser mayor e imitar a los mayores, y en ese instante, en ese proceso de transformación, comienzas a mostrarte como un plebeyo egoísta que ha olvidado sus preciados valores irrepetibles, y ahí es cuando realmente dejas
de ser aquel príncipe azul, el romeo o el caballero andante que nació lleno de amor y ternura, y robándole la libertad y el entusiasmo a tu princesa y a “tu otro niño”.
Muy felices éramos con lo insuficiente compartiendo las carencias, sobradamente suficiente para decorar nuestras vidas de fogosidad y alegría.
Una rosa recién tronchada, una manzana despojada del manzano, un baño en el río con la niña de tus ojos, un libro viejo y la pistola escondida del abuelo
que usó en la guerra, los regalos escondidos de los reyes magos, un nuevo
hermano que llegaba al mundo, tu mejor amigo, tu perro fiel, tus
gamberradas, un castigo ejemplar de tu padre, una consolación y una caricia
entrañable de tu madre, una revista escondida medio porno totalmente censurada, todo eso y mucho más, como en un cuento de hadas de un valor
incalculable y enterrado para siempre.
Cuando abres con nostalgia tu baúl de los recuerdos, miras hacia atrás contemplando tu mejor vida vivida muy lejana, y hacia delante, lo poco que te queda, y muy cercana.
Los tiempos cambian vertiginosamente y la vida se va tan veloz como el agua que se escurre entre tus manos, como una película en cámara rápida, de la que no tienes un control para detenerla ni para volver a verla, únicamente evocarla y disfrutarla.
“La mayoría de nosotros en realidad nunca crecemos o maduramos tanto como suponemos, sencillamente nos hacemos más altos, reímos menos, jugamos menos y vestimos incómodos disfraces de adultos, pero bajo el disfraz está el niño que siempre seremos, cuyas necesidades son simples, cuya vida cotidiana sigue siendo descrita mejor por los cuentos de hadas”.
L. S. R.
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