Rosarito nació una noche de invierno en una cabaña de monte muy lejos de Las Hortensias, donde su abuela materna se aferraba al pozo de agua con los ojos en blanco que indicaban que estaba en trance, viviendo la temprana muerte de su única hija.
Se crio con su abuela Rosario en el pazo donde esta trabajaba en las cocinas.
Con el paso de los años, aquella chiquilla de piel morena, que heredó el nombre de su madre y de su abuela, llamaba la atención por su belleza natural, sus verdes ojos y su voz celestial. Las gentes del pueblo la llamaban Morena, las mujeres casaderas le decían Meiga y los hombres sin excepción tenían miedo de nombrarla porque, como las sirenas, con su canto los embelesada y no dejaba indiferente a ninguno.
Comenzó a ayudar en la cocina al lado de su tata pero no le gustaba lo de estar encerrada fregando cacharros y pelando patatas. Ella quería servir a la Doña y vestir ropas limpias y no andar siempre arremangada y con mandiles de vieja.
La primera vez que vio a Don Ricardo fue en el río que ella bordeaba siempre para atajar con los mandados. Era un día primaveral y portaba un pesado cesto que pesaba más que ella que era una chiquilla espigada de doce años. Se quedó petrificada viendo al señorito salir del agua como Dios lo trajo al mundo, su piel blanca, su musculatura y su hombría no la asustaron si no que la enamoraron, aquel porte señorial que incluso desnudo despuntaba maneras de poderío. Se quedó por un tiempo incalculable mirando idiotizada cómo él se tumbaba sobre la hierba y se dormía plácidamente y deseó poder estar con él libremente y dormitar a su lado bajo el sol, sin ninguna preocupación. Para cuando se obligó a moverse y regresar al pazo una idea se le había formado en su pequeña cabeza. Se lo contó a su abuela esa noche bajo la luna llena, mientras la anciana se esforzaba en hacerle una trenza . Le dijo en susurros que tenía un sueño y que ella con sus hechizos podría ayudarla a hacerlos realidad: soñaba con ser la mujer del señorito. Rosario dejó la labor de domar aquel cabello rebelde y se quedó pensativa un buen rato miró a la niña e hizo tres cruces en el aire. Una hija de cuna humilde no podía apuntar tan alto sólo la llevaría al sufrimiento, así se lo aseguró a la nieta, pero la niña sujetó a la anciana por los hombros, fundió su mirada decidida en la preocupada de la anciana y le juró que sería la mujer del señorito con o sin su ayuda y ésta sintió un escalofrío que bajó por los hombros y murió en la espalda.
Esa noche ambas mujeres sellaron un pacto inquebrantable, la niña con su belleza y su determinación y la anciana con su poder unirían fuerzas para que el destino del señorito estuviese amarrado al de la pequeña.
En el mismo instante que un relámpago cruzó el cielo un destino quedó escrito bajo las estrellas, para bien o para mal, sería la mujer de Don Ricardo.
Mano Figueira
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