lunes, 13 de junio de 2022

AQUELLOS TIEMPOS DE CONFESIÓN

 Aquellos domingos que acompañaba a mi madre a la iglesia cuando era niño, y la veía a ella y sus vecinas arrodillarse en el confesionario, me traumatizaba en exceso. Creo que pensarlo hoy, mucho más. 

No entendía que aquella mujer tuviese que confesar algún pecado, después de estar a las órdenes familiares toda la semana, cocinar, lavar ropa y cientos de calzoncillos, criar a cuatro torbellinos y demás labores sin descanso. Me producía una extrañeza sin límites todo eso.

En mi primer y última confesión, me quedó aún más impregnado el trauma y la burla de mis amigos. 

Era el día de mi primera comunión, todo guapito, elegante con mi crucifijo colgado, vamos, como para ir a la crucifixión. 

El cura era tartamudo y yo apenas le entendía sus preguntas. 

De tantos tirones de orejas por no contestarle correctamente, me quedaron las orejas como dos pimientos rojos para todo el día. 

Yo llevaba ya preparado mi repertorio de arrepentimiento y respuestas:  He pecado contra el sexto mandamiento (No  cometerás actos impuros), y así alguno más. 

Pero el cura parece que quería detalles más exactos y yo no estaba por la labor. 

Al final del tirón de orejas me absolvió con exigencias:

Reeeeza diiiidiiiez aaave mamarias y cincinco papadre nununuestros. 

Cuando mi abuela materna contempló mis orejas al llegar a casa y le expliqué los acontecimientos,  gritó en voz alta:

"Malditos curas hijos de la gran puta. Aliados con los franquistas para matar a tu abuelo después de acabar la guerra. Que se quemen en el infierno. 

No te confieses más en la vida". 

“Dios mediante, haría como las gentiles marquesas de mi tiempo que ahora se confiesan todos los viernes, después de haber pecado todos los días.”

(Valle Inclán) 


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                                                     Lino Saborido                                                                                                                                                                               


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